Salgo a pasear por las calles, pero no puedo evitar estar algo alterado. Soy un escritor. Un escritor. La gente piensa que los grandes genios conocen un mundo fantástico, ajeno al resto de las personas. Un mundo rebosante de ideas que revolotean por el aire, en el que basta con atrapar la que sea de tu gusto para poder utilizarla a tu antojo.
Ya está, así de simple.
Mentiras.
Una sarta de mentiras. Si fuera tan sencillo, ahora no estaría fuera de casa y en este estado. A estas alturas ya debería tener preparado un nuevo cuento, sé que la gente comienza a impacientarse.
Me rindo. Sencillamente, hoy las musas no están de mi parte. Voy en dirección al parque más cercano, que para mi suerte siempre suele estar muy tranquilo.
Me siento en el banco de todos los días y saco mi reloj de bolsillo. Son las ocho en punto de tarde, sé que es la hora exacta. No lo llevo encima únicamente por ser de plata, sino porque me he adaptado a su hora de un modo tan firme que en ocasiones tengo la sensación de ser yo el que controla el tiempo, y no él a mí.
Lo vuelvo a meter en el bolsillo derecho del pantalón, y a continuación extraigo un cuaderno de piel de mi maletín. Con pluma en mano, intento que ella y el papel decidan congeniar.
—¿Le gustan los cisnes, señor?
Levanto la vista sobresaltado, pero entonces me doy cuenta de que me está hablando una niña de unos diez años. Tal vez once. Tiene la cara pecosa, el pelo revuelto y ropas algo andrajosas. Sus manos son preciosas y delicadas, pero llenas de hollín.
—¿Cómo dices, pequeña? —le pregunto algo confuso.
—Los cisnes —repitió, esta vez señalando en dirección al lago situado justo delante de nosotros. Gracias al efecto del atardecer, la visión se presenta aún más hermosa.
—Son... son muy bonitos —contesto sintiéndome un poco estúpido.
—A mí no me gustan —replicó ella mirándolos ceñuda—. Están prisioneros en ese lago, no pueden salir...
—Tal vez el mar les gustaría más —digo complacido por tener alguien con quién hablar. Siempre me han encantado los niños—. ¿No crees?
—No lo creo, el mar es igual... sólo que más grande. Seguro que las criaturas que viven allí se mueren de ganas de salir a la superficie. O tal vez no conozcan lo que hay en nuestro mundo, de modo que tampoco saben lo que se pierden. Pero yo creo que querrían salir del mar, ¡debe ser terriblemente aburrido nadar durante todo el día!
Cuando termina de exponer su teoría, se fija en mi cuaderno.
—¿Está escribiendo algo?
—Supongo que lo estoy intentando.
—¿Es algo sobre el mar?
—No precisamente —le respondo algo perplejo ante su curiosidad—. Parece que las musas, la inspiración, o lo que quiera que sea, han decidido abandonarme.
—Las musas no existen —afirma rotundamente—. Si decide esperarlas seguro que acaba como las criaturas del mar: prisioneras. A mí nunca me pasará eso, prefiero ser una superviviente.
—No creo que la gente sea tan mala como para que tengas que serlo —digo bastante sorprendido.
—A veces la gente es mala porque quiere. Otras veces es sólo por necesidad. Ya sabe, que no le queda otro remedio que el de hacer cosas malas.
Parece arrepentida por lo que acaba de decir. Se manosea la falda —lo cual sólo consigue mancharla más de hollín— como si estuviera debatiendo consigo misma. Sin previo aviso, echa a correr en dirección opuesta al lago.
—¡Espera! —grito levantándome del banco, pero es inútil. En un abrir y cerrar de ojos la pierdo de vista.
No intento alcanzarla, ya que en ese momento siento un impulso irreprimible de comenzar a escribir. He tenido esta sensación infinidad de veces, y el instinto jamás me ha fallado. Aún no estoy seguro de cómo será el cuento, pero unas cuantas anotaciones bastarán por ahora.
Al llegar a casa podré trabajar en condiciones. La pluma parece cobrar vida propia y sigo escribiendo, sintiendo que todas mis ideas y pasiones cobran vida a través de los trazos grabados en tinta sobre el papel. Simples símbolos capaces de transmitir tal cantidad de emociones... realmente parece cosa de magia. Cuando quiero darme cuenta, deben ser ya las diez. Intento sacar mi reloj para comprobarlo, pero me doy cuenta de que ya no está. Hurgo un buen rato en mis bolsillos y sigue sin haber nada. Entonces caigo en la cuenta de todo.
Esa cría me lo ha robado.
Lejos de enfadarme, estallo en una sonora carcajada. A juzgar por el aspecto de la chiquilla, no le quedaba otra opción que la de hacer algo malo.
***
—¡Felicidades, señor Andersen!—exclama la señora Coulter, estrechándome la mano en mitad de la calle—. Su último cuento ha sido maravilloso. Realmente fantástico, se lo digo en serio.
—Vaya, muchas gracias... me alegro mucho de que le haya gustado —contesto algo azorado. Nunca se me ha dado bien recibir elogios.
—Por lo que cuentan está teniendo un tremendo éxito —sigue diciendo con una inmensa sonrisa—. Mis hijos no paran de atosigarme para que les lea el cuento de la pequeña sirenita... ¡están entusiasmados! ¡Tendrá que revelarnos cual ha sido su musa!
—Las musas no existen, señora Coulter. O eso fue lo que me dijo la mía, tendremos que hacerle caso —añado con una sonrisa.
Se despide efusivamente y sigue su camino. Mientras continúo paseando, un par de personas se comportan igual que ella y me dan la enhorabuena por mi último cuento. Lo cierto es que La sirenita parece haberles complacido sobremanera.
Al llegar a casa y prepararme para comer, escucho que alguien llama a la puerta. La abro y me asombro al descubrir que no hay nadie al otro lado. En cambio, en el suelo se encuentra un paquete. Me agacho a recogerlo y compruebo que no está muy bien cerrado. Tras desenvolverlo sin demasiadas dificultades, me sorprendo a mí mismo sosteniendo mi reloj de plata entre las manos. El cristal está manchado de hollín.
Miro a mi alrededor rápidamente esperando ver a la persona que lo ha depositado, pero no hay nadie.
Con una sincera sonrisa, entro en casa en busca de un ejemplar de mi nuevo cuento. Al volver al recibidor, lo dejo en el lugar donde encontré el paquete, justo detrás de la puerta.